Esta es la historia de Margarito, "que así es como se le conoce", un niño que nació en Colombia alrededor de 1900. Sus padres eran esclavos en una gran plantación de café. Margarito vivía prácticamente en la calle, ya que sus padres trabajaban de sol a sol en las tierras de aquel malvado cacique. No era raro verlo recibiendo insultos y mofas de los demás porque siempre llevaba puesto un sombrerito con una margarita pinchada en su copa. La flor parecía estar enraizada en el tejido del sombrero, haciéndola parecer viva. Un sombrero decorado con una margarita no era muy habitual, de ahí su apodo, que mantuvo hasta el fin de sus días. A pesar de ello, Margarito era un niño muy divertido. A veces, su genialidad abrumaba. ¿Cómo podía ser que, pasando tantas calamidades, aquel niño fuese capaz de hacer reír a los demás? Un buen día, sus padres no volvieron a casa; el maldito cacique los había vendido a un granjero, llevándoselos fuera del país. Era tan pequeño cuando quedó solo que la vecina de su madre decidió ser su madre de leche mientras decidía qué hacer con él. Pasaron unos años y su madre de leche lo vendió a un ricachón que había notado cómo se defendía en la calle y pensó que sería un buen trabajador para su hacienda. Unas cuantas monedas de oro en pesos colombianos fue todo su valor para ella. Su amo, como así lo hacía llamar, decidió llevárselo consigo a una finca de su propiedad en España. Su vida después de esto fue muy dura: trabajó en el campo y en serrerías, hasta que un buen día se armó de valor y escapó huyendo hasta París. Allí vivió en la calle, haciendo reír a todo el que pasaba por la esquina de la estación de tren La Gare d'Orsay, donde montaba su divertido espectáculo circense. La flor de su sombrero no era una flor cualquiera; como una malabarista profesional, ayudaba al joven con sus malabares. Daba igual si eran mazas, pelotas o cualquier objeto que sirviera para la ocasión; juntos hacían una pareja perfecta. Una buena mañana, mientras la multitud se iba congregando más y más para ver su show, apareció quien le iba a cambiar la vida: el propietario del Circo Imperial de París. Maravillado con el chico, se acercó a él para proponerle lo que sería la mayor satisfacción de su vida: "trabajar en el Circo Imperial", algo que Margarito deseaba tanto. Rápidamente comenzaron los ensayos bajo la carpa; en tres días todo tenía que estar preparado. La gente de la segunda función esperaba y aún no había comenzado la primera; estaban sorprendidos por la afluencia de público. "¡Este chico ha calado en las calles de París!", decía Michell, el propietario del circo. Todo iba fenomenal; la gente no paraba de aplaudir después de cada número y Margarito se sentía feliz, pleno. Era la última función de su primer día como debut en un circo de verdad. Prácticamente al final de la escena, cuando estaba presentando a su peculiar sombrero con una flor malabarista, observó entre el público a una señora que llevaba un sombrero igual al suyo. Se quedó perplejo, nunca había visto a nadie con un sombrero como el suyo. Era su madre, aunque él aún no lo sabía. Se levantó entre el público, con su sombrero igual al suyo, y lo miró con lágrimas en los ojos hasta quedarse sin aliento. Fue entonces cuando ambas flores alargaron sus tallos y se fundieron en un abrazo. Ella recuperó la compostura suficiente para acercarse; en ese momento, Margarito lo entendió todo. No podría haber otra persona en el mundo que tuviese su mismo sombrero, y con un grito de "¡MAMÁ!", corrió hacia ella. Desde entonces vivieron juntos en una bonita casa junto al Arco del Triunfo de París.